Hay dos características que son consustanciales al “comportamiento de izquierdas”. La primera es su “carácter introspectivo” y la permanente puesta en cuestión de todo lo existente, incluyendo a su propia esencia, característica que nos lleva de lleno a la segunda, el “racionalismo”, que la conduce a rechazar frontalmente cualquier planteamiento político fundamentado en principios “revelados” o de “orden superior” o “de inspiración divina” (praeterracional o supraracional) como sucedía en el Antiguo Régimen con el Trono (“todo poder proviene de Dios” San Pablo) que resucita con los fascismos como el español (Francisco Franco, Caudillo de España “por la gracia de Dios”). En este sentido la izquierda sería antignóstica más que agnóstica al no permanecer indiferente ante las pretensiones supraracionales.
Si pasamos ahora a la traducción estrictamente política de la dicotomía izquierda y derecha nos encontramos de nuevo con que lo que diferencia el concepto de “izquierda política” del de “sentimiento de izquierda” es la voluntad transformadora de la sociedad existente en el camino a una sociedad sin la división entre explotadores y explotados, mientras que su opuesta, la “derecha política”, vendría definida por su defensa del orden existente, y por lo mismo, de la permanencia de un sistema que permite la explotación de unos hombres por otros, de unas clases por otras. La izquierda, pues, para serlo de verdad, es siempre revolucionaria y la derecha, también para serlo, es siempre conservadora.
La Declaración de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica (1776) puede considerarse, por ello, como un acto político de una izquierda primigenia, aunque aún innominada como tal, ya que, aparte del hecho de la Independencia en si misma, establece por primera vez políticamente la IGUALDAD entre seres humanos y su derecho a cambiar el sistema de gobierno, eliminando el Trono, sostén del Antiguo Régimen, y poniendo al ciudadano como detentador del poder: “Sostenemos que estas verdades son evidentes en sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”. Quince años más tarde, en agosto de 1789, la Asamblea Nacional Constituyente francesa aprueba dos leyes fundamentales: la abolición de los derechos feudales y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Es de nuevo el comportamiento de una izquierda política que adquirirá tal nombre solo un mes después.
La nueva nomenclatura “izquierda vs. derecha” va a nacer de la configuración inicial de la Asamblea, en que a la derecha del Presidente se sentaban los Fuldenses, mantenedores a ultranza del sistema de privilegios y castas del Antiguo Régimen, condensados en sus instituciones claves: el Trono y el Altar, mientras que a la izquierda de la presidencia se situaban los Jacobinos encarnando la defensa de la soberanía del pueblo sobre el tándem Trono/Altar cuando el diputado Jean Joseph Mounier, monárquico moderado al estilo inglés de la época, puso a votación la cuestión del “Veto Regio”. Probablemente esa situación de “izquierda” o “derecha” era algo más que un capricho topográfico del destino si tenemos en cuenta que la nobleza y la oligarquía se sentaba en las iglesias a la derecha del presbiterio y el pueblo llano a la izquierda y hasta Cristo, según reza el Credo católico, “está sentado a la diestra de Dios Padre” y que la mano izquierda es la “siniestra”, la “mano del Diablo” (recuerdo que en pleno franquismo se obligaba a los zurdos a aprender a escribir con la derecha atándoles a la espalda la mano prohibida). Va a ser esa posición lo que dé nombre a los diputados, políticamente organizados, que, bajo el lema de LIBERTAD, IGUALDAD y FRATENIDAD dan fin al Antiguo Régimen e inauguran la Edad Contemporánea en la Historia, alumbrando el concepto de Estado Nacional en que la soberanía corresponde a la Nación, esto es, al Pueblo, y es justamente a la luz de estos tres conceptos básicos donde tenemos que buscar las diferencias claves entre izquierda y derecha.
Para la derecha la idea de libertad va directamente relacionada con lo “individual” porque desde esta óptica la sociedad es solo la suma de los individuos -incluyendo siempre en lo individual a los individuos jurídicos como las empresas- libertad extendida fundamentalmente al “mercado” como referente supremo de la sociedad de derechas actual y limitada por las “Leyes”, independientemente de que estas Leyes sean justas o injustas, “Dura Lex, sed Lex”, leyes por supuesto modificables a su conveniencia como ha demostrado hasta la saciedad la llamada Unión Europea (Mercado Común Europeo) con los países PIG o del Sur y, sobre todo, en el caso de Chipre. Para la izquierda este concepto no es divisible y no debe tener más límites que el bien colectivo, porque pone el énfasis en la idea de que la sociedad es algo más que la suma de los individuos.
Esa visión de la sociedad -propia de la derecha- que hace del “interés del individuo” (sea persona física o jurídica) el bien supremo a alcanzar, es la que determina su concepto de igualdad, que pasa así a tener apellidos que la concreten: la “igualdad ante la Ley”, la supuesta “igualdad de oportunidades”…. logrando que ese interés individual –sobre todo económico- haga que unos sean más iguales que otros. Para la izquierda, que acentúa más el carácter social del individuo, la igualdad es un referente de aplicación general a todos los aspectos del modus vivendi – sociales, económicos…- que, al menos como horizonte utópico, se pretende alcanzar, por lo que parte del hecho de que las desigualdades históricas –por ejemplo, entre géneros- necesitan medidas desiguales para remediarlas. La fraternidad es, para la izquierda, el medio de avanzar hacia la igualdad y se expresa mediante la solidaridad, mientras la derecha, que no parte de supuestos igualitarios, la considera como un acto graciable que se practica con aquellos a los que, de una u otra manera, considera inferiores en forma de caridad.
Sin entrar en las diversas versiones de la izquierda política, toda su formulación teórica arranca de Marx y Engels y se desarrolla luego por toda una serie de politólogos –aunque a Lázaro Carreter eso de “politólogo” le parece un neologismo mal construido- posteriores, a pesar de las desafecciones y urticarias que el término “marxista” parece despertar entre algunos de sus supuestos herederos, como la socialdemocracia española que aprueba en el 28º Congreso -en mayo del 79 con el 60% de los votos- una ponencia que expresaba: “El PSOE reafirma su carácter de partido de clase, de masas, marxista, democrático y liberal”, afirmación que provoca la dimisión fulminante de su Secretario General, Felipe González, y la inmediata convocatoria de un 28º Congreso “bis” cuatro meses después que certifique la “expulsión” de Marx del Partido y el “reingreso” de Felipe.
Si la socialdemocracia europea daba por muerto a Marx al inicio de los 80 y Gorbachov a mediados de la década -con la “Glasnost” y la “Perestroika”- inicia el fin de la URSS y, luego, la caída del Muro berlinés a finales de la década certifica la implosión del denominado “socialismo real” soviético, ¿habría con ello muerto el marxismo? ¿fue eso el triunfo total del capitalismo? El neohegeliano gringo, aunque de origen japonés, F. Fukuyama con su “Fin de la Historia y el Último Hombre” (1992 pero basado en un ensayo de 1989) afirma, nada menos, que la Historia Humana como lucha de ideologías –y de clases- ha terminado, al tiempo que la URSS, con el triunfo de los “valores occidentales de la Economía de Mercado” y que la única opción viable era la “democracia liberal” tanto en lo político como en lo económico, iniciando el llamado “pensamiento único” que nos viene a decir que las ideologías ya no son necesarias porque han sido sustituidas por la economía y, en palabras del propio autor: “Estados Unidos, es por así decirlo, la única realización posible del sueño marxista de una sociedad sin clases”. Ha nacido el neoliberalismo y el pensamiento “neocon” al que la socialdemocracia rendirá pleitesía y que hoy campa a sus anchas en la “democrática” Europa destruyendo lo que fue un nivel de vida convertido en un sueño de verano
Desde el mundo Latinoamericano y el Caribe, el “patio trasero” gringo, Eduardo Galeano plantea que para los oprimidos del mundo el supuesto “Fin de la Historia” significa realmente el desprecio total como destino: “Pero, si los imperios y sus colonias yacen en las vitrinas del museo de antigüedades, ¿por qué los países dominantes siguen armados hasta los dientes? ¿Por el peligro soviético? Esa coartada ya no se la creen ni los soviéticos. Si la cortina de hierro se ha derretido y los malos de ayer son los buenos de hoy, ¿por qué los poderosos siguen fabricando y vendiendo armas y miedo? El presupuesto de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos es mayor que la suma de todos los presupuestos de educación infantil en el llamado Tercer Mundo. ¿Despilfarro de recursos?¿O recursos para defender el despilfarro? La organización desigual del mundo, que simula ser eterna, ¿podría sostenerse un sólo día más si se desarmaran los países y las clases sociales que se han comprado el planeta? Este sistema enfermo de consumismo y arrogancia, vorazmente lanzado al arrasamiento de tierras, mares, aires y cielos, monta guardia al pie del alto muro del poder. Duerme con un solo ojo, y no le faltan motivos. El fin de la historia es su mensaje de muerte. El sistema que sacraliza el caníbal orden internacional, nos dice: "Yo soy todo. Después de mí, nada" ¿Fin de la historia? Para nosotros, no es ninguna novedad. Hace ya cinco siglos, Europa decretó que eran delitos la memoria y la dignidad en América –y en Canarias y en todas las colonias, añadimos nosotros- Los nuevos dueños de estas tierras prohibieron recordar la historia, y prohibieron hacerla. Desde entonces, sólo podemos aceptarla.”.(Galeano; 1992)
La visión de la derecha de que el “socialismo real” que impuso la burocracia soviética era ya el comunismo y el máximo desarrollo del socialismo, choca con la realidad del pensamiento marxista que, al partir siempre del marco material en que se está desarrollando, no es estático, y que, como la propia historia, es una categoría congruente, por lo que, al cambiar el marco material se producen desfases que obligan a replanteamientos, “revisiones” que, si se realizan en la dirección basada en los análisis correctos, no son negaciones sino desarrollos de las tesis anteriores, como en su día hicieron, entre otros, Lenin, Gramsci o Mariátegui. Ni el marxismo ni el comunismo han fracasado. Solo se abre una nueva etapa y, por ello, más prometedora. Coincido con Carlo Fabretti cuando afirma que la caída del Muro de Berlín “no fue el principio del fin sino el fin del principio. Con el desmembramiento de la URSS terminaba la fase primitiva, infantil, del llamado socialismo real y empezaba una nueva etapa de maduración y desarrollo”. El desplome total del pensamiento neocon al que estamos asistiendo en directo sí que es el Fin de “su” historia, la del imperialismo gringo y su cohorte financiera mundial. Requiem in pacem.
Nos queda por determinar la relación de estas “revisiones” del pensamiento marxista y de las izquierdas en general con el nacionalismo, que será objeto de otra próxima parte.
Francisco Javier González