Aunque la historia de Canarias, desde la “Rebelión de los
Gomeros” o el “Menceyato de Ichasagua”, está llena de motines y alzamientos,
las raíces del nacionalismo moderno y del propio Secundino hay que arrancarlas
de la Revolución Francesa y una de sus consecuencias en Canarias: el nacimiento
de la prensa escrita. No es casual que medio siglo después de aquellos 50
números –hoy desaparecidos- del “Papel hebdomadario” de Viera, se imprime el
primer periódico isleño que merece tal nombre, “El Correo de Tenerife” que,
aclarando en la cabecera de su primer número que se trata del “PROSPECTO de un
papel periódico intitulado EL CORREO DE TENERIFE”, aparece el 25 de agosto de
1808 como órgano de la Junta Central (Junta Suprema de Canarias) que, tras la
invasión napoleónica de España, se constituyó en el Cabildo de Tenerife, con
representantes de todos los demás Cabildos Insulares excepto el de Gran
Canaria. Realmente aparece para defender las posiciones de esta Junta Central
en contra de la constituida en Las Palmas como Junta Insular lo que, por
supuesto, originó la correspondiente contrapublicación por parte de esta para
combatir al Correo, aflorando así la constatación pública del ominoso “pleito
insular”. Tampoco es una casualidad que de esa Junta Suprema y de los diputados
doceañistas en las Cortes de Cádiz surgieran los primeros intentos serios de
independencia, en los que, entre otros, se involucró a Key Muñoz –nacido en
1772 cuando Viera publica el primer tomo de su Historia General- y que causaron
la detención de Fernando Llarena Franchy mientras en La Laguna el mahorero
Agustín Peraza Bethencourt exhortaba al Cabildo a sublevarse contra la
metrópoli. El desarrollo del nacionalismo va fatalmente unido al “pleito
insular” y a la lucha por la capitalidad y condicionado por este proceso y eso,
desde luego, tampoco es una casualidad.
Hijo de esta etapa
inicial, D. Pedro Ramírez funda en 1840 la “Imprenta Isleña”, que pasa a los
hermanos Romero en 1857. En ella nace el semanario “La Aurora”, nombre profético
de reminiscencias masónicas que marca el alba del romanticismo en Canarias. En
los años siguientes, “La Isleña” edita “Le Canarien”; la casi inencontrable
obra del P. Espinoza “Origen y milagros de Nª. Sª. de Candelaria”; la Historia
de Abreu y Galindo; la de Pedro Agustín del Castillo; la de Viera y la de Fco.
Mª. de León; la “Etnografía” de Sabin Berthelot y el poema de Viana, así como
el semanario “El Guanche” desde 1858 a 1869 que, a pesar del nombre, portaba
una fuerte carga de insularismo tinerfeñista y de españolismo llorón ante “el
abandono” en que nos tenía “la madre patria” que ni siquiera dotaba a las islas
de telégrafo por lo que las noticias desde España tardaban al menos medio mes
en llegar con el barco-correo. En global, y a pesar de la posición
ultraconservadora del clero en general con el obispo Urquinaona a la cabeza y
los Lectorales de la Catedral de Las Palmas Roca Ponsa y Tomás Fornesa -lejos
ya de la etapa renovadora y permisiva de los obispos Tavira y Verdugo con los
que termina la etapa de diócesis única de Canarias al crearse la Nivariense de
La Laguna- se trata de una eclosión de actividad intelectual, con
gran influencia masónica, krausista, positivista y ácrata. Esta etapa creadora
tendrá su culminación durante el sexenio revolucionario en España, iniciado en
1868 con la revolución llamada “La Gloriosa” que derroca a Isabel II y termina
en 1874 con el golpe de estado del general Pavía y su célebre –aunque apócrifa-
entrada a caballo en el Congreso español y la restauración borbónica con
Alfonso XII. En esta etapa (1868) en La
Palma, los hermanos Fernández Ferraz y Faustino Méndez Cabezola crean el
Colegio de Santa Catalina de segunda enseñanza, y al año siguiente en Gran
Canaria se crean el “Liceo” y el “Casino Republicano” mientras en Tenerife lo
hacen el “Círculo de Amistad” y el “Gabinete Instructivo”, todos ellos piezas
importantes en el desarrollo del pensamiento canario.
El impacto en las
elites culturales de las islas fue tremendo, pero en realidad solo en las
elites ilustradas porque su expansión a las masas populares era casi imposible
en una sociedad en la que solo en Santa Cruz de La Palma se alcanzaba el 20% de
alfabetización. En la mayoría de las islas la tasa de analfabetismo superaba el
90% y la escolarización infantil no llegaba al 5% en escuelas parroquiales que
enseñaban lectura, escritura, catecismo y urbanidad. Incluso aventuras
culturales tan interesantes como el intento de Sabin Berthelot y Pierre Aubert
de crear en La Orotava en 1824 un centro laico de enseñanza –el Liceo- que
enseñaba matemáticas, idiomas, geografía y ciencias naturales, solo logró
sobrevivir un par de años por la presiones del obispado en medio de los pleitos
interinsulares, más bien interobispales entre La Laguna y Las Palmas por la
separación en dos obispados (y sus dineros) de la diócesis de Canaria que se
había aprobado desde las Cortes de Cádiz. La Iglesia y la Monarquía consideraban
a los estudios laicos como excesivamente “liberales” y, por lo mismo,
pecaminosos y peligrosos en potencia aunque, en honor de la verdad, hay que
decir que el Seminario Conciliar del obispado de Las Palmas fue, en algunos
momentos, la punta de lanza de las enseñanzas de filosofía, sobre todo con
algunos heterodoxos como el canónigo Doctoral de la Catedral de Las Palmas
Graciliano Afonso, profesor de Filosofía desde 1975 y de Lógica, Metafísica y
Física desde 1979, ferozmente perseguido por la Inquisición española por su
permanente heterodoxia. Para 1834 en toda Canarias se contaba con 27 escuelas
públicas para niños y 6 para niñas y, para todas ellas, con solo 7 maestros
titulados. Seis años más tarde, en 1846, el número de escuelas se había
aumentado a 37 de niños y 16 de niñas y el de maestros titulados a, nada menos,
que 10. De los 95 pueblos con que contaba Canarias en 1847 solo 40 tenían
alguna escuela y, como contabiliza D. Fco. María de León en la memoria anual de
la Comisión Superior de Instrucción Primaria de la “provincia” canaria en ese
año, de sus 214.398 habitantes, solo 2.889 niños recibían enseñanza primaria
gratuita, con el caso extremo de la isla de Fuerteventura con 6.384 mahoreros
habitándola, donde solamente DOS niños recibían enseñanza gratuita en Puerto
Cabras. Casi al tiempo que en Gran Canaria Antonio López Botas funda y dirige
el “Colegio de San Agustín” que contó con alumnos tan relevantes como los
hermanos Martínez Escobar y con profesores como Graciliano Afonso o el palmero
Méndez Cabezola. En 1845 se crea en nuestras islas el primer centro público de
enseñanza secundaria, el “Instituto de Canarias” en La Laguna que una visión
ahistórica y pacata cambió hace unos años –con mi rotunda oposición y de otros
compañeros claustrales- su nombre secular por el de “Canarias- Cabrera Pinto”
simplificado hoy vulgarmente el “Cabrera Pinto” o –economía de lenguaje- al
“Cabrera”. La primera Escuela Normal de Magisterio, la de Aguere, tuvo que
esperar hasta 1849 para su creación y la de Las Palmas aún cuatro años más. Es
lógico porque ¿para qué quieren las colonias la enseñanza con el peligro que
eso conlleva para la dominación de los pueblos?
Ese movimiento
cultural en Canarias, la “Escuela Romántica”, aunque no logró pasar más allá de
las elites capaces, aunque solo sea de leer, origina obras de personajes como
Manuel de Ossuna Saviñón que publica “Los guanches o la destrucción de las
monarquías de Tenerife”, José Plácido Sansón, que canta a Bencomo, Tanausú y
Tinguaro como representantes genuinos de la libertad patria, Romero Quevedo,
Ignacio Negrín y una larga nómina que se prolonga Hasta la “Escuela
Regionalista de La Laguna” con Tabares Barlett, Guillermo y Veremundo Perera,
Nicolás y Patricio Estévanez y Elías Zerolo, nacido en Arrecife en 1849 y
fundador, en diciembre de 1878, de la “Revista de Canarias” de la que fue
redactor jefe el lagunero Francisco María Pinto de la Rosa, catedrático de
filosofía del Instituto de Canarias y, como Elías Zerolo, pertenecientes a la
logia masónica “Nueva Era nº 93”. La
Revista de Canarias fue probablemente una de las aventuras culturales más
significativas del XIX canario con las colaboraciones, entre una larga nómina
de intelectuales encabezada por los tres hermanos Zerolo (Elías, Antonio y Tomás),
de Sabin Berthelot, Bethencourt Afonso –que ya en 1877 había creado en Santa
Cruz el “Gabinete Científico de Tenerife”-, Nicolás y Patricio Estévanez, de la
Puerta Canseco, Manuel de Ossuna o Teobaldo Power. Este “nacionalismo
literario” practicado por la llamada “Escuela de La Laguna” en el último tercio
del siglo, va en la línea de un romanticismo que exalta fundamentalmente a la
raza guanche, idealizándola y oponiéndola a la mendacidad de los
conquistadores, y podemos decir que va a culminar años más tarde durante las
Fiestas del Cristo en Aguere (12 de septiembre de 1919) en la “Fiesta de los
Menceyes” con todos los mejores poetas del momento, la de las Tradiciones o la
de Tinguaro en el Ateneo de La Laguna donde, casi como corolario, se va a crear
la primera bandera nacional canaria, la azul con siete estrellas blancas, que
se iza en su fachada de la Plaza de la Catedral y que más tarde, se adoptará
por el PNC de La Habana.
Paralelamente, en
Gran Canaria, de la mano de Gregorio Chil y Naranjo, que había publicado en
1876 sus “Estudios históricos, climatológicos y patológicos de las Islas
Canarias”, encabezando a una serie de intelectuales como Diego Ripoche,
Grau-Bassas, Juan Padilla, Millares Torres y los hermanos Martínez de Escobar se acomete la empresa de la fundación y
desarrollo en 1879 del “Museo Canario” que, al año siguiente, comenzará a
publicar su revista quincenal que, con la “Revista de Canarias” y “La
Ilustración de Canarias” superaron todas las barreras interinsulares y fueron
auténticos pilares intelectuales en la búsqueda de la canariedad y el progreso.
Todo ese enorme esfuerzo intelectual volcado en los estudios científicos y el
conocimiento antropológico, etnográfico e histórico del mundo aborigen canario
y su permanencia es solo la punta del iceberg de una inquietud que trata de
resolver el problema de la identidad canaria. Tal vez la más cabal expresión de
esta inquietud la encontramos en la frase de Bethencourt Afonso que publicamos
en su día en La Sorriba: "La fuerza del atavismo me arrastra. Quisiera
verme libre de este ambiente social. Solo, cuidando de cabras como un guanche.
Respirando los aires de Guajara: ¡Estoy Harto de mentiras y miseria!".
Secundino va a recoger ese sentimiento de “lo guanche” y la recuperación del
orgullo patrio frente al conquistador español, parte constituyente y esencial
de la “Escuela de La Laguna”, como podemos ver a lo largo de toda su obra y
como expresa con claridad en los versos de “Mi Patria”: “Yo que a mi patria
venero / yo que venero su historia / desde los Cantos de Homero / ¡Antes que a
España prefiero / de mis guanches la memoria!” y, aún más claro, “¡Ay mi
guanche! Yo te admiro / cual fanático a su Dios”, pero Secundino dará un paso
más, y del lamento, del recuerdo o de la glosa romántica, pasa a propugnar la
acción, el combate “y siendo tú, Patria mía / de aquellos bravos la madre /
¿son tus hijos los del día? / Siendo esclavos todavía, / ¿no hay quién tu yugo
taladre?” para terminar con el aplastante “Yo siento la misma saña / contra la
invasora España / que abrigó en su pecho el guanche”.
A mi juicio, el gran mérito de Secundino es dotar de
contenido político, de objetivo emancipador, a casi un siglo de literatura y
sentimiento que comenzó con Graciliano Afonso, filósofo, político y poeta,
liberal en política y en ideas, rebelado contra la autoridad papal y contra la
monarquía española a la que dedica su soneto “Los Borbones” que finaliza con
“El averno abortó a los Borbones / para usurpar al hombre sus derechos / pero,
¡estirpe orgullosa!, no blasones /
Esclavizar al mundo con tus hechos, / pero esos hierros que forma y
eslabones / puñales son, que pasarán sus pechos” y que, por su apoyo en el Congreso español
-del que fue diputado por Canarias en los años de 1822 y 1823 durante el
“Trienio Liberal”- a la propuesta de declarar la incapacidad de Fernando VII,
fue condenado a muerte cuando la reinstauración del absolutismo borbónico y,
para salvar la vida, huyó a Venezuela en 1823
en plena ebullición final
emancipadora, donde no solo apoyó la causa independentista, sino que intento
lograr el apoyo de Tadeo Monagas para unir la suerte de Canarias a la de la
Gran Colombia libre del yugo español. Secundino, heredero de esa larga
tradición, no solo fue capaz de visionar el futuro sino que puso la primera
piedra para la construcción del mismo.